
Psicóloga Clínica Teresa de Jesús Avilés R.
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Ariana no sabía que una frase dicha con honestidad podía desatar una tormenta. Sólo dijo lo que sentía: “qué se siente ser la otra”, le comenta de manera imprudente bajo los efectos del alcohol, a la pareja del general, sin darse cuenta, ni saber el impacto que este comentario le rompería su vida. Qué desencadenaron sospechas, miradas esquivas de su marido, y silencios que duelen más que los grito.
No buscaba guerra. Sólo buscaba aire. Palabras verdaderas, pero esa sinceridad que buscaba le costó mucho dolor que no lograba comprender y la desquicio.
A él —militar de alto rango, hombre de jerarquías, de medallas, de silencios entrenados— lo llamaron. Lo regañaron, le quitaron un premio. Y él, herido en su orgullo, no lo enfrentó con diálogo ni con humildad. Se vengó con lo único que sabía usar como escudo: la distancia, la mentira, otra piel.
Y cuando Ariana lo enfrentó con la mirada temblorosa, él le dijo que no, que cómo se le ocurría, que eso no era cierto. Y ella quiso creerle. No porque fuera ingenua. Sino porque estaba cansada. Cansada de sospechar, de sufrir, de vivir en el filo del abandono. Quiso aferrarse a una ilusión, a una parte de él que alguna vez la hizo sentir querida.
Esa noche, hicieron el amor —si es que a eso aún se le puede llamar así—. Ella se entregó más por miedo que por deseo. Lo complació en cosas que no le gustaban, como si así pudiera comprar una tregua. Y él, al final, con la frialdad de quien ya no necesita mentir, se sentó a su lado, la miró sin emoción y le dijo:
—Sí, salgo con otra. Y tal vez ya no te amo.
Fue entonces cuando algo se quebró. No el corazón —eso ya se había roto antes, en mil fragmentos pequeños que ella había ido barriendo debajo de la alfombra de la costumbre—. Lo que se quebró fue la fantasía. El intento de justificar lo injustificable. El deseo de seguir amando a quien ya no estaba dispuesto a amar de vuelta.
Y entonces vino el silencio. No el de él. El de ella. ¿Con la inquietante pregunta porque dejo de amarme, no soy suficiente?
Se gritaba hacia sus adentros, lastimando su valía y dignidad en búsqueda de quien la amara realmente. Después de un silencio distinto. No el que suplica, sino el que respira. Un silencio que por fin se hizo sagrado. Ariana no gritó, no lloró, no rogó. Solo se abrazó a sí misma en medio de la noche. Y por primera vez, en mucho tiempo, entendió algo profundo:
Que el amor que duele más que la soledad no es amor. Es miedo. Es apego. Es la herida que insiste en quedarse abierta para ver si alguien más la sana.
Validarse a una misma: el comienzo de la libertad
Ariana no era débil. Solo estaba agotada de ceder. Había aprendido a callar, a complacer, a no incomodar. Pero ahora —en ese silencio que arde y también alivia— algo en ella despertaba. Tal vez no sabía cómo seguir. Tal vez el mundo seguía siendo confuso. Pero tenía claro que su valor no debía mendigarse.
Porque el amor no debería usarse como castigo, ni como moneda de control. Y porque ninguna mujer merece que le nieguen sus emociones, sus necesidades o su derecho a ser escuchada. Ariana se levantó esa noche. No hizo un escándalo. No tomó venganza. No gritó. Solo se miró al espejo con una ternura nueva, y se prometió que jamás volvería a olvidarse de sí misma en nombre de nadie.
Por Psicóloga Clínica Teresa de Jesús Avilés R.
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